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CURIOSIDADES DEL 29 DE MARZO: LOS «HEROES» QUE MURIERON CONGELADOS

El 29 de marzo de 1912 fallece durante el viaje de regreso, por causa del hambre y las penalidades sufridas, y a tan sólo 18 km del campamento base, Robert Falcon Scott, oficial de marina británico explorador de la Antártida y todos sus acompañantes, 77 días después de alcanzar el Polo Sur.

Cuando el 17 de enero de 1912 el capitán Scott y sus cuatro hombres llegaron al Polo Sur, descubrieron que la expedición noruega de Amundsen se les había adelantado. En la historia nunca ha existido la gloria para los segundos pero además, en esta ocasión, el destino se cebaría con la expedición inglesa de manera trágica.

En 1911, la ambición por ser el primero en poner un pie en el Polo Sur se convirtió en una competición entre una expedición británica, comandada por el capitán Robert Falcon Scott y otra noruega, con el explorador Roald Engelbregt Gravning Amundsen al mando. Ambos grupos se pusieron en marcha en paralelo a finales de octubre y principios de noviembre en un viaje hacia el sur, desde la costa antártica, de más de 1.000 kilómetros. No bastaba con llegar a la meta, había que hacerlo en primer lugar, ser segundo sería un fracaso. El resultado final no lo conocerían hasta llegar allí y ver si estaba la bandera de otro país plantada en el anhelado lugar.

El capitán Scott alcanzó la meta el 17 de enero de 1912, un sueño que había perseguido media vida. Pero la parte que se le resistió fue la de ser el primero en hacerlo. Se le había adelantado la expedición de Amundsen, que había llegado con más de un mes de antelación, concretamente el 14 de diciembre. Las caras de los cinco expedicionarios británicos reflejaron la decepción de haber quedado segundos en esa carrera extrema, pero también mostraron la fatiga acumulada por las duras condiciones del trayecto.

En ese momento probablemente no lo imaginaban, pero todavía les esperaba un final trágico: ninguno sobreviviría al viaje de regreso. Su dramática historia la conocemos gracias a los diarios del propio Scott, hallados junto a su cuerpo, muy cerca del depósito de comida que les habría salvado la vida si lo hubieran encontrado a tiempo.

Tanto el  capitán Scott como sus dos últimos acompañantes murieron congelados, encerrados en su pequeña tienda en medio de la Antártida en marzo de 1912 y allí siguen. Desconfinarlos ahora, más de un siglo después, serviría de poco, pues cuando los hallaron el 12 de noviembre de ese mismo año ya estaban muertos y congelados. El minúsculo habitáculo de tela les sirvió de tumba. “Los hemos encontrado”, escribió un miembro de la partida de rescate, el famoso Apsley Cherry-Garrard, autor de «El peor viaje del mundo» (Ediciones B, 2019) y acuñador de la célebre frase de que “la exploración polar es la forma más radical y al mismo tiempo más solitaria de pasarlo mal que se ha concebido”. La suerte de Scott y su grupo no hizo sino reforzar esa opinión.

“Decir que ha sido un día espantoso sería quedarse corto. No existen palabras para expresar semejante horror”. Los fallecidos confinados estaban a solo 20 kilómetros de uno de los depósitos de suministro dejados por la expedición: de haberlo encontrado quizá se hubieran salvado. La tienda, describe Cherry-Garrad, estaba cubierta de nieve, así que casi pasa desapercibida. Calcula que los exploradores llegaron al lugar y armaron el precario campamento el 21 de marzo y el 29 “ya había terminado todo”. Robert Falcon Scott estaba tendido en el centro, el doctor Edward Wilson a su izquierda y el teniente Henry ‘Birdie’ Bowers a su derecha. Los dos últimos estaban como dormidos en sus sacos. Scott se había apartado las solapas del suyo en el último momento, como luchando por vivir, y tenía la mano extendida sobre Wilson, su amigo de toda la vida y uno de los hombres que más sabían de pingüinos del mundo, lo que no le sirvió de nada al final. Tenían los tres la piel amarillenta y vidriosa, como alabastro antiguo y moteada de señales de congelación. La temperatura durante su confinamiento había descendido a setenta grados bajo cero.

Mientras buscaban en el saco de Scott su diario, se oyó un ruido como de un disparo. Era el brazo helado del capitán que se partió con un chasquido. Encontraron mucho material: diarios, cartas, muestras geológicas y un volumen de Tennyson. Scott había mantenido sus anotaciones al día (última entrada el 29) en un ejemplo de cómo sobrellevar un confinamiento por muy adverso que este sea. Con los escritos se pudo reconstruir los últimos días de los exploradores. No fueron muy felices. Llevaban con ellos el frío, el escorbuto y otras privaciones, además de la desilusión de haber llegado hasta el remoto polo solo para descubrir que eran los segundos (“a terrible disappointment”, anotó Scott).

El regreso a su base, a 1.384 kilómetros, con el estigma de la derrota fue un viacrucis y  dejaron, quizá de manera algo despiadada, a dos camaradas en la ruta: el contramaestre Edgard ‘Taff’ Evans, que falleció a las siete semanas tras sufrir congelaciones inauditas y caer por una grieta y golpearse la cabeza (murió en la tienda en una de las paradas y lo enterraron allí, al pie del glaciar de Beardmore), y el capitán Lawrence ‘Titus’ Oates, quien, en malas condiciones físicas y viendo que retrasaba a sus camaradas, en otra parada se desconfinó heroicamente a sí mismo saliendo a la ventisca polar diciendoles a sus compañeros “voy a salir, y quizá tarde un rato”.

Incapaces de seguir sufriendo en su penosa marcha de regreso y en medio de una tormenta que duró nueve días, los tres supervivientes de la nefasta partida de ataque al Polo Sur levantaron trabajosamente una última vez su tienda, se metieron dentro y se dedicaron a esperar la muerte en ese constreñido espacio de tela en condiciones terribles. Se les había acabado la comida, les dolía todo, todo lo que podían notar porque aún no se les había  congelado y no podían dar un paso. Malnutridos, sufriendo congelaciones – “la amputación de los pies es lo mínimo que puedo esperar ya”, escribió estoicamente Scott – y exhaustos, agotado el combustible de las lámparas y los hornillos, decidieron aguardar su triste destino estoicamente. No tenemos ni idea de cómo fue de verdad ese confinamiento sin esperanza, pero las cartas y diarios parecen indicar que no hubo dosis excesivas de desesperación y angustia.

El obligado enclaustramiento les desató una fiebre de escritura. “La muerte no me aterra”, escribió Wilson a sus padres a la luz de una lámpara de alcohol improvisada. A su esposa le pedía que no se entristeciera porque “todo esto es para bien».

Con las últimas cartas se editó el libro «The Last Letters», publicado por el Scott Polar Research Institute de Cambridge en 2012. Los originales se exhiben en ese centro que es también el Polar Museum. Resulta muy emocionante leerlas allí, entre un despliegue alucinante de objetos de su expedición y de otras expediciones polares, todos recubiertos de una pátina dolorosa y fría. Las cartas están protegidas de la luz en cajones refrigerados para su preservación. La más emocionante y larga  es la de Scott a su mujer, encabezada “a mi viuda”. Nos da algunos datos de cómo fueron las cosas, aunque probablemente embellecidos para no causar más dolor del necesario. “Espero que encuentres el consuelo que puedas en estos datos: no habré sufrido ningún dolor sino abandonado el mundo «fresco» de cargas y lleno de buena salud y vigor”. Y continuaba: “No debes imaginar una gran tragedia, estamos ansiosos, claro y el frío es molesto”. Le pedía cariñosamente a su esposa que cuidara del hijo de ambos y orientara a este hacia las ciencias naturales en vez de hacia los deportes. Confiaba en que el país por el que daban sus vidas él y sus compañeros “with something of spirit with makes for exemple” («con algo del espirítu que hace al ejemplo») les ayudara. Una de las frases más emotivas es “no he sido un muy buen marido pero espero ser un buen recuerdo”.

Roland Hunfortd, autor de «El último lugar de la Tierra, la carrera de Scott y Amundsen hacia el Polo Sur», Península, 2002, ha dicho que la grafomanía de Scott en su postrero confinamiento fue un intento de tratar de convertir su fracaso absoluto (incapacidad para conquistar el polo y pérdida de todos sus hombres) en triunfo espiritual por la vía de la tragedia heroica. El explorador  dejó también un muy explícito “comunicado al público” en el que trató de justificarse dándole a la audiencia británica unas dosis de patriotismo y épica que nunca fallan. “Nos arriesgamos sabiendo lo que hacíamos (…). Si hubiéramos vivido, habría podido contar la historia de la intrepidez, la resistencia y el coraje de mis compañeros, que habría conmovido a todos los ingleses”.

Ante el escenario de la tienda, con toda su triste épica, el grupo de rescate decidió tocar lo mínimo. Leyeron un responso, y dejaron los cuerpos allí sin moverlos. Derribaron la tienda, plegándola sobre sí misma como un gran sudario para los tres cadáveres. Hicieron un túmulo de tres metros encima con nieve, piedras y un mojón y lo remataron con dos esquíes puestos en forma de cruz improvisada, añadiendo los dos trineos de los fallecidos en vertical como polares centinelas para completar un singular monumento funerario. “Hecho para perpetuar el gallardo y exitoso intento de alcanzar el Polo”, escribieron en una nota, sin dejar de recordar deportivamente que los caídos fueron segundos. “El tiempo inclemente y la falta de combustible fueron las causas de sus muertes”. Luego, de vuelta a la base erigieron una cruz en memoria de los cinco muertos de la partida polar (de Titus Oates encontraron durante su busqueda solo el saco de dormir y los calcetines) y la inscribieron con una cita del «Ulises» de Tennyson destinada a hacerse inmortalmente famosa; “To strive, to seek, to find, and not to yield”. Esforzarse, buscar, encontrar y no cejar.

 

Fuentes: historia.nationalgeographic.com.es / Elpais.com

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