Si bien oficialmente la primera fundación de Buenos Aires se conmemora el 2 de febrero, no está demasiado claro cuál es la fecha real, como tampoco el solar inicial.
“Los mejores indicios apuntan a que ocurrió alrededor del 2 o 3 de febrero de 1536. O tal vez la ceremonia de la fundación –si es que hubo tal ceremonia– se haya demorado hasta el 22, entre tanto se erigían las primeras construcciones… Tampoco es enteramente seguro el emplazamiento escogido” nos dice Luis Roquera en «Un acta y un plano».
José Luis Busaniche va aún un poco más lejos y señala: “Las circunstancias en que se produjo el desembarco, la forma en que se establecieron los expedicionarios, llevan por el contrario a creer que no hubo en realidad fundación”.
Sí, en cambio, se sabe cómo era esa primera Buenos Aires, en la que predominaban viviendas muy sencillas, básicamente de barro y techo de paja, salvo, claro, la de Pedro de Mendoza que, como auténtico adelantado que era, se vió beneficiado por un techo de tejas.
Tampoco faltaba la plaza central, esa que luego se construyó con cada uno de los pueblos, y la Iglesia, la primera para abastecer espiritualmente a una población de alrededor de 1200 almas. Pero si era suficiente la cantidad de abastos espirituales, no lo eran en cambio los terrenales y la galleta que fuera traída desde España para alimentar a tantos colonos comenzó a agotarse. El menú no era demasiado atractivo, “tres onzas (unos 85 grs.) de galletas por día y un pescado cada tres”, señala Orquera, y todo indica que la fauna circundante no fue suficiente o no supieron capturarla. Algo similar cabe preguntarse con la pesca en un período en que la contaminación no había vaciado, ni mucho menos, las arcas del Riachuelo. Lo cierto es que la dieta comenzó a completarse con ratas, víboras, zapatos y algún que otro colono.
Todo indica que los españoles no supieron aprovechar bien la naturaleza que los rodeaba. De hecho, se conoce por testimonios de cronistas que la población de los querandíes era más o menos el doble, pero no hay registros ni evidencias de que aquellos nativos conocieran algo parecido al hambre. Se sabe que no eran antropófagos, y que cazaban con habilidad ciervos y otras especies. También que pescaban.
Los colonos no fueron peritos en abastecerse ni en entablar buenas relaciones de reciprocidad con los dueños de la tierra que vinieron a explorar y ocupar. En cambio se esmeraron en levantar un muro de tierra de contención que alcanzó casi dos metros y medio de altura por uno de ancho, pero que no pudo proteger a los recién llegados de su propia impericia y soberbia.
La situación era desesperante, y mucho más tras la trágica experiencia de Mendoza cuando quiso por la fuerza escarmentar a los nativos. Nada salía como lo deseaba, y lo único que parecía progresar era la sífilis que paulatinamente lo iba matando.
Entre marzo y junio de ese mismo año, el adelantado envió por lo menos tres expediciones en busca de ayuda y de comida. Los resultados fueron negativos. Los indios mataban a los expedicionarios cada vez que unos y otros se topaban frente a frente. Pero el hambre mataba a los españoles cada día, silenciosamente, y en cantidades mucho más numerosas. Para abril de 1537, todas las esperanzas se habían perdido, y Mendoza decidió organizar su regreso a la metrópolis española. Su enfermedad había avanzado considerablemente y nada de la empresa colonizadora daba muestras de organización próspera y exitosa. Por fin se embarcó, y al poco tiempo murió en alta mar.
Mientras tanto, en la primitiva Buenos Aires había quedado don Ruiz Galán como teniente de gobernador, intentando poner un poco de orden a la deshilachada población de poco más de setenta personas. Paradójicamente, la gestión de Galán y la suerte de este grupo de sobrevivientes fue insospechadamente mejor que todo lo anterior, y paulatinamente se puso en pie una población, si no próspera, por lo menos organizada. Se construyeron tres iglesias, una nave fue convertida en fortaleza, se construyeron casas de madera y hasta una huerta.
Las cosas mejoraron, efectivamente, pero por poco tiempo. Cuestiones de los hombres y de la naturaleza hicieron lo suyo, y entre rebeliones, cosechas infructuosas, inundaciones y fuegos, todo volvió a desmantelarse. Quedaban pocas alternativas y el despoblamiento fue una de ellas, cosa que sucedió 5 años después de la llegada de los españoles, en 1541.
Fuente: elhistoriador.com.ar