Hoy, 25 de Enero, cumple años Ricardo Enrique Bochini, genial jugador de Independiente, hoy ya, tesoro compartido por todos los genuinos amantes del fútbol.
La noche anterior, pero en 1978, cumplía, -junto a todos sus compañeros- una de las hazañas más sustantivas del balompié criollo; ganar el Campeonato Nacional en un partido que termina jugando con 8 hombres, contra Talleres de Córdoba.
Escribí esta epopeya en Cuentos del Abuelo, mi primer libro de cuentos. Lo hice porque hacía a mi historia personal, a la de muchos amigos y convecinos y a la de Mercedes también.
Otro héroe, cura él y director de San Patricio realizaba, esa misma noche, una de las travesuras más memorables de la que tenga registro nuestra ciudad; tocar las campanas de la iglesia!!
Acá les dejo un pequeño resumen de esta historia escrita.
Lo hago como regalo a estos queribles personajes, que marcaron mi vida a su particular manera.
…la pelota entra justo debajo del travesaño y el Bocha Bochini, medido hasta en el éxtasis de los festejos, parco frente a su propio éxito, pródigo en fútbol pero amarrete en el júbilo, da rienda suelta a la locura, corre como un chico en el potrero hasta encontrarse con el técnico que les pidió caer de pie y se abraza a su destino de pibe de pueblo que de una vez y para siempre entra en la hazaña más grande que haya escrito un equipo argentino frente a la adversidad y la injusticia.
Empate con 8 hombres, 2 a 2 y Campeones.
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Primero retiene el aliento, luego cierra los dedos temblorosos alrededor de la cruz que rodea su cuello, después prueba sus piernas para ver si lo sostienen y finalmente se lanza con todas las fuerzas hacia el cielo, arrastrando a su paso la mesa, los vasos, el resto de la botella y las dos sillas que aún permanecían en pie.
– GOOOOLLL, hicoss de puta ahí tienen chhheee, GOOOOOLLLL, caracco mierda!!!
– GOOOLL, Bocha para todo el mundo y vivva el diabloooo rojooo, sólo nomáaas!!!
De nada valen los pedidos desesperados de su amigo Thomas. Ni el peligro que significa este correr desenfrenado en una azotea sin baranda y con varios vasos encima. Si su madre viera a quién ella lo había confiado sólo un año atrás, cuándo nadie daba dos pesos por un palotino en la Argentina. Nadie había sido tan valiente para regresar… ni tan loco tampoco.
Si su madre supiera en manos de quién lo puso, se decía Tom y trataba de frenar esa loca vuelta olímpica.
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Acaso era necesario un desahogo a tanta miseria y violencia caída sobre su pobre alma desde hacía un tiempo a esta parte. Quizás por sus retinas empezaron a desfilar, sin proponérselo siquiera, los rostros de sus ex-alumnos llevados de improviso a las tierras del Nunca Más, o los ojos de sus buenos amigos palotinos muertos cobardemente sin la misericordia de Dios.
Tal vez, simplemente, fue demasiado el alcohol que había ingerido, sea por la tristeza de la derrota, sea por la euforia del triunfo… O quizás, porque no, habían resultados interminables esos minutos que separaron el gol bochinesco del pitazo final.
Lo cierto es que, consagrada la proeza, concretada la gesta, el reverendo padre Andrés Bonnie Quinn decidió que el silencio no sería esa noche su compañía, que su dicha, por efímera que ésta fuera, debía ser compartida con su grey, y que la felicidad, tan escasa en esos años, tan huidiza en esos tiempos mezquinos y cobardes se propagaría como otrora las buenas noticias llegaban al pueblo. Echando las campanas al viento.
Como un rey mago fuera de fecha y lugar, como el emisario que transmite el nacimiento de un príncipe, nuestro querido cura supo desde ese momento, que la medianoche anunciaría, no el principio de una guerra o la llegada de la paz, no el advenimiento de un nuevo Papa, como lo indicaba el riguroso protocolo sino un milagro terrenal y futbolero. Una epopeya de atribulados hombres detrás de un balón, una gesta pagana pero insigne, una gloriosa página que no conlleva muertos ni mártires, pesadillas ni desaparecidos. Un acto de amor simple y casi irreverente, pero que se puede contar durante décadas sin avergonzar ningún pasado ni comprometer ningún futuro.
Poco importa hoy si Andrés lo hizo de manos propia. Sí necesitó una (o dos) palmas amigas que los ayudasen a trepar por esa tramposa escalera. Si en la genial diablura estuvo sólo o bien acompañado. Lo concreto es que, unos minutos pasada la medianoche, cuándo las agujas no indicaban nada que amerite despabilar sonido alguno, unos dedos rudos y ansiosos pulsaron el tablero electromagnético y la Hermana Mayor despertó de su pesado sueño nocturno.
La bella campana se sacó la modorra de encima y obedeciendo leal, al pedido imprevisto, balanceó los pesados 4500 kilos con elegancia hacia los costados, al tiempo que acudía a sus 23 hermanas menores para que la acompañaran en este concierto inesperado.
Todo Mercedes despertó entonces con el hermoso sonido de esta orquesta de carillones desplegada a los cuatros confines. La sorprendida ciudad, cuna de víctimas y villanos, sintió nuevamente el placer de la alegría compartida, del reencuentro con los amigos perdidos y la certeza de un futuro no tan lejano, donde el sonido de la esperanza se escucharía sin zozobras, como les llegaba en esa noche la sana locura de una pasión, tan ingenua y conmovedora, como el sueño de un cura irlandés que tenía el buen diablo en el alma y les dejaba la vocación de compartir este gozo indescriptible, para siempre, alojado en sus corazones.
De «El Alma del Diablo» Cuentos del Abuelo – 4 historias mercedinas, por Oscar Dinova