A finales del siglo XIX, el escritor irlandés Bram Stoker concibió una novela de terror relacionada con las leyendas centroeuropeas sobre vampiros y no muertos que ya habían servido de inspiración a otros autores decimonónicos. Indagando en este tipo de historias, Stoker tuvo conocimiento de la existencia de un príncipe rumano llamado Vlad Draculea, que había vivido en el siglo XV y se había hecho célebre, entre otras cosas, por su gusto por lo sanguinario.
El sobrenombre de Drácula se debe en realidad a una confusión. Su padre, el príncipe o voivoda Vlad II de Valaquia, había ingresado en 1428 en la Orden del Dragón (Drac, en húngaro), de la mano del emperador Segismundo de Luxemburgo. Por ello fue conocido en adelante como Vlad Dracul, mientras que a su hijo se le llamó Vlad Draculea, esto es, hijo de Dracul. Sin embargo, en la mitología rumana la figura del dragón no existía y el término dracul designaba al diablo, con lo que Vlad III pasó a ser en rumano “el hijo del diablo”.
Ello coincide con la leyenda sobre la crueldad y ánimo sanguinario de Vlad, recogida ya por crónicas de su época. En ellas se le presentaba como un príncipe aficionado a la tortura y entusiasta de la muerte lenta, que solía cenar bebiendo la sangre de sus víctimas o mojando pan en ella. Se calcula que en sus tres períodos de gobierno, que suman apenas siete años, ejecutó a unas 100.000 personas, en la mayoría de las ocasiones mediante la técnica del empalamiento. Por esta razón se le conoce desde el siglo XVI como Vlad Tepes, esto es, Vlad el Empalador.
Según la mayoría de los autores, el príncipe Vlad III de Valaquia nació en Sighisoara (Transilvania) en 1431, y fue uno de los tres hijos legítimos de Vlad II. Con apenas 13 años marchó a la corte otomana, junto con su hermano Radu, como rehén o garantía de sumisión.
Con el paso de los años y luego de diversos hechos políticos e históricos y guerras mediante, el príncipe Vlad III se apodera del trono de Valaquia pero su gobierno dura poco.
Vlad se refugia inicialmente en la corte del sultán otomano, con la esperanza de que lo ayudara a volver a Valaquia. Pero, defraudado en sus aspiraciones, en 1449 marcha a Moldavia, donde tenía parientes. En los años siguientes intervino en las luchas intestinas moldavas, hasta que en 1451 marcha a Transilvania.
En 1456 logra hacerse de nuevo con el gobierno de Valaquia e inicia entonces su fase de gobierno más larga, hasta 1462, aquella que le ganaría ante los contemporáneos y la historia la reputación siniestra que desde entonces lo acompaña.
Esta fama se debe en primer lugar a los métodos que Vlad empleó en la guerra. Desde que en 1460 decide negarse a pagar tributo a los turcos, el enfrentamiento armado se hace inevitable, revistiendo los tintes de una cruzada, tan brutal y sanguinaria como las que se habían librado en Tierra Santa en siglos anteriores.
La campaña de 1462 nos da un ejemplo de sus métodos. En respuesta a una ofensiva turca, Vlad atraviesa el Danubio para saquear el país búlgaro, entonces parte del Imperio otomano. Al término de la campaña envía al rey húngaro Matías Corvino dos sacos llenos de orejas, narices y cabezas, acompañados de una carta en la que le decía: “He matado a hombres y mujeres, a viejos y jóvenes, desde Oblucitza y Novoselo hasta Samvit y Ghigen. Hemos matado a 23.884 turcos y búlgaros, sin contar aquellos a los que quemamos en sus casas, o cuyas cabezas no fueron cortadas por nuestros soldados… Terminemos juntos lo que juntos hemos iniciado, y aprovechemos esta situación, puesto que, si Dios Todopoderoso escucha las oraciones y los ruegos de la Cristiandad, si favorece los ruegos de sus piadosos servidores, nos concederá la victoria sobre los infieles, enemigos de la Cruz”. Vlad, pues, se veía a sí mismo como un cruzado.
Las fuentes apuntan que Vlad en su lucha contra los impíos, llegaba a extremos de macabro refinamiento, prolongando la agonía de los condenados y utilizando el método de empalamiento de los cuerpos como terrorífica advertencia. El ejemplo más conocido de su ensañamiento lo constituye el conocido como Bosque de los Empalados, lugar en el que se dice que Tepes hizo talar todos los árboles para empalar a más de 20.000 prisioneros.
En palabras de Nicolás de Modrussa, legado del Papa:
«Él mató a algunos rompiéndolos bajo las ruedas de los carros, otros fueron despojados de sus ropas y desollados vivos, otros insertados en estacas y colocados sobre brasas al rojo vivo, la mayoría empalados con estacas que entraban por el ano atravesaban sus entrañas y salían por la boca».
Fuentes: Historiasdelahistoria.com / Historia.nationalgeographic.com.es