Lo vi cuando yo era chico
allá en el barrio del sapo.
El boliche de mi abuelo
estaba por ese lado
y yo me largaba solo
dos por tres, a visitarlo.
Entonces lo vi a Mariño.
(Quizá me asusté al mirarlo
por su negrura tremenda,
por esos tremendos labios,
por sus dedos como ramas,
por su sonrisa de esclavo).
Igual que lo vi de chico
lo vi después, con los años.
El tiempo le resbalaba
al negro, sin penetrarlo!
Por la dieciseis al fondo,
por allá, tenía su rancho.
No le conocí mujer
ni le conocí trabajo.
Tenía la sangre cansada
por el cansancio africano
que daba hondura a sus ojos
y daba ritmo a su paso.
(Se bamboleaba, al andar,
como una tira de trapo).
¡Pobre Mariño! Lo veo
con su guitarra en el brazo,
con su sombrerito gris,
con su saquito cruzado.
Siempre usaba el mismo atuendo.
Igual invierno y verano.
Con alpargatas del doce
y a veces con «lengue» blanco.
No tuvo fama de nada
y menos de guapo.
No pasó de mandadero
de los varones de barrio.
Para guapear por entonces
con un Narice, un Romano
se precisaba un color
que el Negro no tuvo a mano…!
La verdad: fue un niño grande.
Risas, ademanes, saltos.
O entreteniendo en los corsos
o cantando por un vaso.
Mientras no tuvo guitarra
una escoba vino al caso
y le vi poner mil veces
cuerdas de paja a su canto.
¡Pobre Mariño! Murió
como se murieron tantos.
La muerte no hace distingos
y hoy que está muerto, lo extraño
cuando recorro las calles
de los veredones altos.
Allí lo vi cuando chico.
Allí lo sigo mirando.
Para su vida de negro
vaya este recuerdo blanco.
Fuente: Romancero de la Guardia, Albor Ungaro